La chica de Amorino

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Hoy decidí quedarme despierta para contar una historia que no se me ocurrió a mí, sino que la vi en tus ojos cada vez que pasamos andando por la misma calle.

Recuerdo que la primera vez que comimos juntos, que luego quisiste un helado, sacaste de tu bolsillo tres euros cincuenta, pagabas tu helado, chocolate y coco, la elección de siempre; al menos la elección que siempre tuviste conmigo y no tuve tiempo de descubrir si llevabas años en aquello.



- ¿Eres italiana?

- Si
 


Yo dejé de escuchar.



Los ojos te brillaban. La noche estaba húmeda, y aunque entre tus brazos y tu mano dejándose colar tomando la mía, sin compromiso alguno, yo sentí cómo estabas hablándome, pero estabas pensando en ella. Eres observador, no sabes callarte lo que estás imaginando, aun cuando no me lo dices. “Las italianas son mi debilidad”, dijiste. Un segundo y medio más tarde, tus ojos volteaban a ver qué hacía la chica de Amorino.



Nunca fui buena con las matemáticas, pero si soy buena dándome cuenta de las cosas, y supe que cada vez que pasamos por los cafés de Saint-Germain, tomados de la mano, cuando tocaba estar de frente a la heladería, tú volteaste a ver con el rabo del ojo, no si había poca gente para ir por un helado, sino que buscabas a esa italiana, o cualquier otra, que te regalara unos minutos de imaginación.



Cada vez que me toca pasar por esa calle, sola, con tu recuerdo, soy yo quién voltea, buscando, eso que tú buscabas, para ver si te encuentro.

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