Hace como dos meses o quizás un poco más, estaba en posición fetal en mi cama pensando si ir o no a las clases de un curso de relaciones diplomáticas y protocolo. Estaba en un limbo, que no es que ya me salí de él, pero me acuerdo de mi cama con el plumón que tiene encima que me mata del calor, mi sábana hasta el cuello, mis pocas ganas de levantarme, y el vacío que me había dejado la noche anterior.
Tuve una psicoanalista, su nombre es Mariana, quien me dijo - hasta que me hice la sorda - que yo estaba en el camino incorrecto. "Todo esto siempre te va a llevar a sentirte en un vacío lleno de una energía que te hace daño. Acuérdate de los gatos, que tienen un gran instinto y cuando no se sienten merecedores, se van". Yo sentía que esta vez yo me merecía quedarme y aguantar.
Siempre había pensado que uno debe aguantar. Que los momentos en que se ponen a prueba tus sentimientos y la cara con la que decides enfrentarlos, son necesarios para el crecimiento. Lo mantengo pero no puedo estar en una pelea conmigo misma solo para quedarle bien a alguien y olvidarme de como me voy desmoronando mientras los demás sonríen, y siguen.
Hoy soy otra. Después de una conversación donde la misma persona por quién yo aguantaba me decía lo que él había entendido de una canción de Sabina, explicada por un melancólico, me di cuenta que era yo quién ahora lo estaba entendiendo. Me estoy desprendiendo.
Nunca fui dependiente, pero si débil. Nunca dije no, y ahora sin ser mi palabra favorita la respeto cuando viene de los demás y cuando viene de mi misma. Espero sin desespero. Me calmo. Lo pienso.
Me desprendí de lo que era. Me desprendo de lo que estoy siendo.
Vivo. Un poco más.
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