Dicen que cuando algo malo te pasa, todo lo malo se te viene encima como una corriente de aire de esas donde no sirve ni que cierres la ventana, porque por algún lugar te llega un frío que no te deja tranquilo.
También dicen que cuando se van los malos tiempos, los buenos llegan para perdurar como una gran carcajada, de esas donde lloras de la risa y las recuerdas para siempre.
No me consta que ninguna de las teorías anteriores sean ciertas, pero me gusta pensar que después de lo malo, lo bueno tocará el intercomunicador, porque yo vivo en edificio pues… tocar la puerta es complicado para quién no sabe la contraseña de la puerta de la planta baja.
Así como en mi vida no es tan sencillo que las cosas sucedan solas, en tu vida tampoco, ni en la de todos. Pero al menos en mi caso, siempre necesito que alguien más tenga algo de culpa.
Cuando me salen granos, es culpa de la grasa, del chocolate.
Cuando me paro tarde, es culpa de la flojera… que siempre llega de forma inoportuna a perturbar mi sueño.
Cuando se me pierden las cosas, es culpa de la dinámica de mi cuarto, donde las cosas tienen manos y pies.
Cuando me rompen el corazón, es culpa de él, por supuesto, y por eso no hay que confiar en ninguno.
Cuando les rompo el corazón, evidentemente es culpa de ellos también, y por eso no hay que confiar en ninguno.
Cuando tengo miedo de lo que viene, es culpa del destino, que siempre anda jugando al escondite.
Cuando no pasa nada, es culpa del tiempo, que le dio por quedarse inmóvil en mi vida.
Pero, en el fondo, las culpas, son pequeñas agujas de acupuntura que siempre creemos que alguien más las pone ahí, maquiavélicamente en nuestra piel, tocando nuestras fibras muchas veces. Y no. Las culpas son muros que levantamos para que ni nosotros mismos sepamos de qué se trata esa persona que vemos a diario en el espejo.
No aprendí hoy que busco culpables, no supe hace horas que mis culpables eran objetos inofensivos. Pero hoy si me di cuenta de que no los quiero nunca más en mi mente representando a esos personajes.
La culpa de mis muros, la tengo yo misma, que mientras me empeño en perfeccionar este fulano discurso, me olvido de que mis manos hacen su trabajo, y me alejan de lo que de verdad quiero.
Hace horas alguien me dijo que me he esforzado mucho últimamente por ser infeliz, y yo sencillamente asentí con la cara. Bueno, en realidad escribí algo que reflejara que afirmaba con el rostro, porque fue una conversación por blackberry, as always. Pero ahora que pienso sin tanto sueño, y con más ganas de reflexionarlo, me doy cuenta de que querer ser infeliz es solamente escoger el camino sencillo.
Quiero el camino difícil, sin culpa, sin echarle la culpa a nada, ni nadie, y con un arma increíblemente sana, que no se trata precisamente del amor, sino de la alegría, que debería pasearse de nuevo en mi vida.
De hecho, ella sabe la clave de la puerta de la planta baja. Y también sabe que me encantan las sorpresas.
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